En la década de los noventa llegaba yo a mis cuarenta años, ejercía como médico abocado a la cardiología, en mi ciudad natal; Mar del Plata. Tenía 5 trabajos, pero cobraba en menos de la mitad de ellos, los vaivenes propios del Sistema me tenían inmerso en el bucle en el que nos encontrábamos la mayoría de profesionales de aquella época y a medida que se iban atrasando los pagos y así juntando meses, comenzaba la novena a la entidad que se encargaba de los subsidios a las Obras Sociales que generaban sus deudas con nosotros particularmente y con las entidades a las que prestábamos nuestros servicios. De esta manera cada tanto se abría el grifo de un dinero devaluado en el tiempo llegando a nuestros bolsillos de esta particular forma.
A esta pincelada de la vida profesional cada quien gestionaba su vida como podía, recuerdo que a pesar de esta realidad sumada a la falta de futuro curiosamente no se desarmaban los sueños, como si por este simple acto se pudiera equilibrar una coherencia que permitiera avanzar en el día a día.
En lo personal, una vida social activa y mucho deporte entre gimnasio y el consagrado fútbol de fines de semana me mantenía en un grado de coherencia aceptable, equilibrando si acaso con este deporte una apuesta por la vida que esperaba ser vivida. Desde muy temprana edad amé el fútbol con pasión, era y es para mí de los pocos deportes en los que se juega aún siendo adulto y tiene 2 virtudes fundamentales: La primera es que como pocos es homogeneizante, digo con esto que da igual llegar a la cancha a pie, en bicicleta o en un deportivo. Una vez dentro y con la camiseta puesta todos somos iguales. La segunda es que tiene código. Tiene lenguaje fútbol y todos los que están en el equipo así lo entienden.
Dicho esto y volviendo a ese tiempo de los noventa, el inscribirse en un torneo era crucial para el desarrollo y marcaba la obligación a la pertenencia de una responsabilidad que llevó a mi familia a esperar con paciencia nuestros almuerzos de fin de semana a la espera de mi llegada de alguna cancha de las tantas que había en los alrededores de la ciudad.
En un crudo invierno marplatense, disputábamos un partido a primera hora de la mañana. Cuando llegamos a las canchas de Parraquini (q.e.p.d) aún la escarcha de hielo cubría las partes en las que el sol no había asomado por la sombra de aquellos eucaliptos. Nada calentaba nuestras piernas antes de empezar a pelotear.
Entramos a la cancha con ese frío calador, puteando por el clima y a la vez felices de jugar un partido más. Teníamos un defensa relativamente nuevo que había sido profesional, esto era un plus en equipo formado entre amiguetes, y aunque sus kilos de más eran una contrapartida su saber hacer dentro de la cancha tranquilizaba al saber que él estaba atrás. Con frío y muchas ganas comenzó a rodar el balón, en tanto se intentaba entrar en calor pensaba en mi interior lo acertado de haber escogido las botas con tacos de aluminio para el barro que deparaba el estado de la cancha. A los pocos minutos del partido miré (en un partido todos miramos a todos) desde el medio del campo a mi defensa que se encontraba ausente y se llevaba una mano al pecho, caminando despacio, fuera del partido y me acerqué unos metros y me dirigí con la pregunta devenida en afirmación: -Te sentís mal….. y antes de que asintiera supe que estaba infartando. Sin duda, lo sentí en mí. A partir de entonces se sucedieron los hechos que motivan esta tarde de escritura. Corrí ya fuera de la cancha hasta donde tenía aparcado mi coche, lo arranqué y lo aproximé al lateral de la cancha con partido ya parado, y mientras les decía a mis compañeros de equipo que me lo llevaba en el acto les daba la noticia de que tenía un infarto, así que recliné el asiento del acompañante y emprendí la salida de aquel campo para los aproximadamente 9 km que me separaban de la clínica. No dudé un segundo, sabía que si llamábamos una ambulancia hasta que llegara y lo transportara perderíamos minutos vitales y el riesgo de muerte lo tenía dibujado en la mirada sin brillo que se le había quedado. Así llenos de barro y conduciendo a velocidad que no debo describir para quienes me conocen comencé a transitar primero el campo, mas campo y la llegada a la pista que bordea el mar allá pasando Camet para dirigirme a la ciudad. En tanto por el móvil contactaba la clínica para que tuvieran la cama y todo puesto en la Terapia Intensiva que viajaba con un infartado en el auto.
A medida que transcurría el tiempo sin tiempo, ese eterno lapsus que resulta tan largo. Cada tanto miraba a mi compañero como sudaba frío y se ponía cada vez más pálido con aquella mirada que jamás olvidaré. Ya entrados en la ciudad, me tomó del brazo con la fuerza que podía y me dijo que no llegaría vivo, que se sentía morir en ese instante. Le pedí que aguantara, que no quedaba nada, estábamos ya en la avenida Luro, que aguantara….. -«si te paras tendré que reanimarte, sé hacerlo, pero nos retardará mucho la llegada» vaya frase que me vino. Sea por lo que tenía que ser llegamos, había una silla de ruedas en la acera aguardando y el ascensor abierto, no con poca dificultad por mis tacos de aluminio bien elegidos para el partido pero poco cooperantes para caminar empujando de una silla….. así llenos de barro ambos llegamos a la Terapia Intensiva, lo acostamos en la cama y rompimos sus ropas, hicimos el electrocardiograma y confirmé su Infarto Agudo. En aquel entonces se usaba la Estreptoquinasa como agente fibrinolítico que no estaba exento de riesgos en la reperfusión…. la utilicé de inmediato y se abrió la arteria culpable. Su electro de control a la hora era practicamente normal.
Este compañero, no tenía seguro para nuestra clínica por lo que hubo que trasladarlo a su Hospital de referencia, ya con tensión estable y sin rastros de su infarto… no recuerdo si lloré o que hice, si recuerdo el tapizado del coche cubierto en barro ya casi seco, en mi aspecto de médico con un número en la espalda viajando a mi casa. Alucinado. Feliz.
A las pocas semanas sonó el timbre en mi casa. Cuando levanté el telefonillo reconocí su voz por lo que bajé velozmente las escaleras a su encuentro. Estaba con su esposa y traía un paquete para mí. Lo abrí con ansias delante de él. Mientras descubría que se trataba de un reloj, un Tag , y comenzaba a quedar mudo me llegaban sus palabras en tanto extendía su brazo izquierdo para mostrarme el mismo reloj que tenía yo en mi caja. Llevaba el mismo reloj, había comprado 2. Y sus palabras aún dan vueltas en mí: – «son iguales, compré 2 iguales, porque desde ese día tú y yo llevamos la misma hora»
….. LA MISMA HORA DESDE ENTONCES
AQUEL INFARTO
